Una cosa que suelo hacer con las series de Netflix, salvo que sean Sense8, es verlas poco a poco. O, bueno, al menos no tragármelas enteras en una tarde. Esto es, salvo que me pille un día sin absolutamente nada que hacer (o, mejor dicho, nada no productivo que hacer) y demasiado vaga como para intercalar con otros episodios de otras cosas. Que es, por cierto, exactamente lo que me pasó con Love. Coincidió que por fin había conseguido ponerme al día con todo (lo que últimamente está siendo un pequeño gran reto todas las semanas) y por lo visto pensé que no había sido reto suficiente. Así que me propuse verme sus diez episodios del tirón. Y así hice.

Y casi que agradezco haberla visto del tirón. No porque sea una serie hecha para el maratón (a estas alturas, mantengo que la única serie de Netflix realmente hecha para el maratón es Sense8). El resto funcionan igual de bien o mejor vistas a episodio semanal, más o menos, no. Lo agradezco infinitamente porque a su manera me permitió condensar un viaje completo en una tarde, no tanto en la serie en sí, sino especialmente en mis emociones e impresiones al ir viendo pasar los episodios.

Inicialmente, empecé bastante encantada, aunque sin dar saltos. Aunque, que quede clara una cosa, en general me ha gustado la serie, pero en ningún momento ha sido de esas que me hacen dar saltos y que hacen que quiera pasarme el día recomendándosela a todo el mundo. No, está bien, sin más. Lo cual, para lo que la queríamos, es suficiente. Pero bueno, a lo que iba. Inicialmente esa era la sensación con la que me introduje en ella. Dos personajes con sus faltas, pero relativamente entrañables y reconocibles (en la manera en la que lo son cualquiera de las personas de nuestro alrededor. O nosotros mismos). Dos personajes a los que podía querer. Y a los que podía querer juntos. Ese era el punto de partida de la serie, ¿no?

Love es, al fin y al cabo, la historia del chico nerd y la Manic Pixie Dream Girl, ¿o no? Y todos sabemos de qué va esa historia. Y, en cierto sentido, lo es. Y existe por y para ello, nos cuenta esa historia. Su superficie no tiene más de lo que nos vende. Que es exactamente eso.

Pero la cosa es que conforme van avanzando los episodios, Love es un poco más que todo eso, ya sea de forma consciente o, a veces, un poco inconsciente. Porque Gus no es el nerd buenín. O, de hecho, lo es. Pero lo es visto sin el cristal amable desde el que se suele observar a este arquetipo, porque al fin y al cabo es un arquetipo que tiende a escribirse a sí mismo. Gus es ese tío que, por ser “uno de los buenos”, exige que le den todo lo que pide. Es su derecho por ser “uno de los buenos”. Negárselo convierte a todos los demás en malas personas, villanos de alguna manera. Porque él es el bueno de la película. Recordémoslo. Y es así como no tiene ningún reparo a la hora de manipular a otros con su apariencia de bondad y buenos modales. Mientras nos recuerda que, eh, él es uno de los buenos. Que bastante hace por “arreglar” a la loca egoísta que es Mickey, que todos deberíamos agradecer su existencia.

Así pues, al ir pasando los episodios, Gus me fue dando más y más asco. Y cualquier intento de avance en la relación de los dos protagonistas, y cualquier esfuerzo de la serie en, a pesar de todo, intentar conseguir que tuviéramos cierto interés en que acabasen juntos, se me hacía más y más incómodo. Al mismo tiempo que me iba enamorando más y más de Mickey.

Porque igual que Gus no es el nerd buenín con buenas intenciones y que vive para otros, Mickey no es la Manic Pixie Dream Girl más allá de la imagen que tiene de ella Gus. Mickey es humana y, sobre todo, es mucho más honesta que Gus. Consigo misma y con todos. Y eso la hace automáticamente un personaje al que resulta mucho más fácil apoyar, al que cada vez es más fácil entender y querer. No nos engañemos, los dos son un poco lo peor, ahí no hay discusión. Pero Mickey es consciente de cómo es, es consciente de sus problemas. Y hasta cierto punto quiere arreglarlos, a pesar de no saber cómo. Empieza a ser perfectamente consciente del efecto que tiene en otras personas, del efecto que tienen sus acciones. Y aunque siga metiendo la pata, aunque siga haciendo daño a otros (y a sí misma), sabe que tiene que cambiar. Y quiere hacerlo.

Mis emociones con la serie fueron, por tanto, una colección de altibajos, frustraciones, amores y odios hacia los distintos personajes. O hacia algunos de ellos. O hacia todo a la vez. Y hacia la propia serie también. Sin ser ni de lejos la serie de mi vida, había conseguido interesarme más allá de la simpatía inicial del primer episodio. Porque me estaba aportando algo más. Se había salido un poco del estereotipo y estaba siendo consciente de sí misma, de sus personajes, de lo que contaba. O eso creía. O creo. O yo qué sé.

Porque justo aquí viene el problema: si bien buena parte de la serie me ha dejado con la sensación de que era consciente de lo que me estaba contando, de que Gus no era “el bueno” bajo ningún concepto, a ratos me dejaba convencida de que pensaba lo contario. Parte de mí se quedó con la sensación de que sí, igual la serie aceptaba que Gus no era “el bueno”, pero seguía siendo mejor que Mickey. Mickey era la que realmente tenía el problema. Al fin y al cabo era más egoísta. Y esta era una sensación que iba y venía, o más bien que tenía de fondo cuando el resto de mí estaba convencido de que la serie era muy consciente de lo contrario. Pero tuvo la mala suerte de salir a escena en papel principal justamente en el final de la temporada. En ese último contacto que tuve con la serie. El que, al fin y al cabo, es más fácil que se nos quede grabado, aunque sea simplemente por ser el último.

Fue en ese momento cuando me quedé con la sensación de que la serie seguía viendo a Gus como un héroe, a pesar de todo. Y a Mickey como esa chica a la que iba a arreglar porque para algo es el héroe. Que igual no era esa su intención, ojo. Es más que posible. Pero esa escena final me hace pensar que Love apuesta por esa relación. Cuando todo lo que nos ha mostrado hace que la reacción lógica, la única posible, sea justo la contraria. Y eso consigue que me enfade con la serie. Con el mundo. Con todo. Y continúa con mi montaña rusa de emociones. Mickey se merece algo mejor. Y nosotros también.