El año pasado, la cárcel de Lichtfield dejó entrar la luz. Quitó los estores y rebajó el ritmo. Nubarrones siempre se ciernen sobre las presas, que están en prisión por algo, pero el día a día de Orange is the new black se hizo más sosegado, la comedia podía al drama en la mayoría de las circunstancias. Y el foco se abrió para hacer una serie más coral, y menos centrada en una protagonista con pocas adhesiones (dentro y fuera de la pantalla). Un acierto que nos hizo disfrutar de una temporada sobresaliente, muy disfrutable, hasta cierto punto costumbrista. Y así se puso de manifiesto en ese final alejado de todo ‘cliffhanger’ y que más parecía La casa de la pradera que un último capítulo de Perdidos.

Y como acabó la tercera ha empezado la cuarta. Con algún detalle aislado de tensión, claro, pero rebajado por tanta historieta carcelaria aparentemente intrascendente. Porque el principio de esta última tanda de episodios está plagado de cuitas de unas presas que sobreviven en lo que ya es su casa y, como tal, les pasan cosas de lo más normal… Teniendo en cuenta que su hogar está hecho de barrotes y guardas con bastante mala baba. Pero, ay, ha sido seguir con el visionado y dar un vuelco, un ‘sorpasso’ a esta situación de calma tensa, de guerra fría.

Tiffany y Boo, en una pose un tanto pennsatucky

Tiffany y Boo, en una pose un tanto pennsatucky

Más que nunca su creadora ha sido consciente de que la serie se emite en Netflix y, como tal, ha hecho una gran película de 13 horas, en vez de una serie que se sigue a razón de 40 minutos semanales. Como las bragas que teje Piper en corte y confección, Jenji Kohan, la también autora de Weeds, no ha dado este año puntada sin hilo. Y, de hecho, ha mezclado en un mismo traje risa y llanto, drama y humor, de una forma no siempre perceptible y que ha llevado a una situación final inconcebible en el episodio 1.

Un vestido en el que se cuelan por las costuras el racismo (sobre todo), el poder, la lucha de clases… sin apenas reparar en ello. Y con la sensación de ver a todas las presas mucho menos de lo que te gustaría, pero sin pensar nunca en cuánto ha sobrado la historia de cada una de ellas. Hay muchos personajes, es verdad, y eso ayuda a no echar de menos a algunos protagonistas del pasado. Pero es que cuando estás viendo Orange is the new black estás tan concentrado en seguir, en avanzar, en ver qué ocurre y qué se les ocurre, que no miras atrás hasta que te obligan a hacerlo.

Las Eva González y Samantha de este particular Masterchef

Las Eva González y Samantha de este particular Masterchef

Y ¿qué es lo que ha mostrado este año OITNB? Que hay maldad y bondad. Gente buena que se equivoca. Gente mala que tiene destellos de humanidad. Y que los accidentes pasan. Y que lo inesperado llega. Y que se forman alianzas que no imaginarías. En resumen, y aunque de una forma un tanto exagerada, Orange is the new black enseña algo tan complicado y, a la vez, tan rutinario como la vida. Y que hay que afrontarla en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la indigencia, todos los días de condena.

Vestir el naranja no es un premio, por mucha gracia que puedan hacer estas modelos, que no son precisamente un modelo de conducta. Ponerse ese mono es un castigo, aunque tengan sus ratos buenos. Y, este año, llevarlo ha sido también todo un marrón. En muchos sentidos de la palabra. Pero, como producto audiovisual, este orange ha vuelto a resultar brillante. Y altamente recomendable.