Antes de que se estrenara, las expectativas acerca de la segunda entrega de True Detective eran demasiado altas. No en vano, la primera temporada fue una de las series revelación de 2014 (con permiso de Fargo) y nos dejó una trama policíaca cargada con tintes existencialistas y mitológicos para el recuerdo. Con el estreno de los primeros capítulos de la segunda temporada, adelantamos que nos presentaba un desarrollo y un planteamiento diferentes, pero igualmente interesantes. El avance de los episodios y su trama enrevesada aburrió a muchos y suscitó las burlas de otros tantos, en algunos casos comprensibles. Ahora que ha concluido, ¿ha merecido la pena esta segunda temporada?

No se trata, desde luego, de una secuela perfecta. Para comenzar, la segunda temporada dista bastante de la perfección formal de su predecesora. Puede que haya sido por las prisas o la presión, pero el propio Nic Pizzolatto ha necesitado la ayuda de otros guionistas para completar la mitad de los episodios, al igual que le sucediera a Aaron Sorkin con su The Newsroom. Se nota que varios directores intercambiables son los responsables de filmar los ocho capítulos, lo que pone de manifiesto el papel clave que jugó la puesta en escena de Cary Joji Fukunaga en las pesquisas de Cohle y Hart. La segunda temporada cuenta con una dirección más anodina, y ni siquiera los grandes juegos de pirotecnia o de tensión creciente, como las escenas del laboratorio de metanfetamina y de la orgía, nos hacen olvidar el ya mítico plano secuencia en las barriadas.

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Ani Bezzerides y su obsesión por los cuchillos.

La trama de corrupción inmobiliaria y policial de Vinci deja de lado los cultos ancestrales de la Louisiana rural con ecos a La llamada de Cthulhu, pero son los clichés en los que cae la segunda temporada los que consiguen que la historia se resienta: un cuarteto de personajes atormentados por traumas pasados, una línea argumental que se estira y embarra con falsas pistas, la supuesta muerte de uno de los protagonistas al final del segundo capítulo y otros detalles menores, como que la pareja principal termine por compartir cama en un motel. Si la primera entrega la protagonizaba un elenco inspirado, hay que reconocer ciertos errores de casting en la segunda temporada: Vince Vaughn es un actor cómico demasiado encasillado que no termina de convencer en su papel de gángster controlador (al contrario que el Kingpin de Vincent D’Onofrio), Kelly Reilly se pasa todos los capítulos con la misma expresión de amargura impostada y puede que Taylor Kitsch se luciera en Friday Night Lights, pero es un actor limitado con el que cuesta simpatizar, capaz de hundir películas en las que interpreta a un tipo duro, como Salvajes o la infumable John Carter.

Una vez enunciadas sus limitaciones, llega el momento de reconocer los aciertos de la segunda temporada. El primero y más trascendente es la ambientación. True Detective huye del supuesto lujo de Los Ángeles y de California, la tierra dorada dentro del país de las oportunidades, para mostrarnos un paraje industrial y decrépito que bebe de las primeras obras maestras del género negro. No en vano, el municipio ficticio de Vinci rinde homenaje a la corrupción del Poisonville de Cosecha roja, mientras que el tono descreído y oscuro que impera en los escenarios californianos recuerda al estado que retrató Raymond Chandler en El sueño eterno. No hay más oro que buscar en una supuesta tierra de progreso y glamour, donde las perversiones de los jóvenes de Menos que cero son ya una realidad establecida. Incluso los cultos religiosos new age esconden traumas infantiles derivados del amor libre, como ya anticipaba otra gran obra negrocriminal, La escena del crimen. El tributo que Pizzolatto rinde a este género, y que incluye guiños a Twin Peaks, constituye el corazón de la temporada y, en general, de esta serie antología protagonizada por los escasos detectives de verdad que quedan, los que se enfrentan a un sistema podrido desde las esferas bajas hasta las más altas.

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Una de las escenas mejor hiladas del final.

En este contexto se desarrolla el discurso crítico y escéptico en el que participa el trío de policías protagonistas. Tenemos a un exmercenario de Blackwater, reprimido sexualmente; a una mujer que lucha por ser respetada en un mundo misógino y a un vaquero sumido en la autodestrucción (un brillante Colin Farrell), todos ellos marcados por profundos y realistas conflictos paternofiliales (el personaje de Rachel McAdams no se llama Antígona por mera casualidad). Su compromiso con aquellos que los rodean y su sentido de «lo correcto» los impulsan a seguir adelante con una investigación que apunta a un desenlace más amargo que el sangriento comienzo. El cuarto protagonista, Frank Semyon, comparte las frustraciones de estos tres policías, pues se trata de un mafioso de la vieja escuela que lucha por escapar de su pasado en un mundo en el que los valores de lealtad y compromiso, aquellos en los que creía, han sido reemplazados por la traición sistemática y la violencia primitiva del cártel.

La conclusión de la temporada acentúa estos temas, que refuerzan el tono oscuro y receloso con el que cerró la primera entrega, y ata los cabos sueltos de su farragosa trama. Aquí no hay salvación posible ni finales felices para los protagonistas, ni siquiera los villanos acaban muertos o entre rejas. Nos queda la música melancólica de Lera Lynn (que se convierte en uno de los personajes de la temporada) y una breve conversación que resume el espíritu de la serie, cuando Woodrugh confiesa que no sabe vivir en este mundo, a lo que Velcoro contesta: «Mira por la ventana, mírame a mí. Nadie sabe cómo hacerlo».

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Una de las claves de la temporada.

En un vasto panorama televisivo, con una oferta inabarcable que incluye desde bochornosos realities, espectáculos baratos y bodrios variados a pequeños diamantes en bruto, True Detective ha sabido encontrar su lugar gracias a una visión del mundo que no muchas series se atreverían a mostrar. Una vez cerrada la segunda entrega, queda la duda de quién protagonizará la próxima y dónde se ambientará. Espero que sea en un lugar gélido.