– A ver si va a venir alguna mala. ¡O que le guste Coldplay! (Ramos a la Flaca)
La cárcel de Litchfield ha vuelto a abrir sus puertas. Bueno, sus puertas están cerradas habitualmente, para eso es una prisión, pero han vuelto a mostrarnos a los espectadores qué pasa en su interior, donde sus reclusas de naranja se han hecho más famosas que Obama. Por tercer verano consecutivo, el naranja es el nuevo negro. Pero este año, por negra que esté la cosa para muchas de ellas, se ha colado la luz en esas paredes. No es que las condenas de estas mujeres sean plácidas, ni que las desgracias dejen de sucederles, tanto fuera como dentro de chirona. Pero no han necesitado de una antagonista maligna que les amargara la vida: ya se la fastidian bastante ellas mismas.
Jenji Kohan, la creadora de la serie, ha debido de pensar, con acierto, que para qué vestir de naranja a muchas más presas, si con las que tiene le basta y le sobra para hacer no una temporada, sino las que quiera. Son tantas las encarceladas, todas queribles, todas odiables, que tienen su momento, su historia que aportar a este gran penal que es Orange Is The New Black. De alguna se echa de menos más minutos en pantalla, pero, en fin, solo hay 13 horas al año disponibles para ellas. Todos los caminos y las probatinas que Kohan tomó en Weeds se abandonan aquí. Ambas partían de una premisa excelente, pero donde Weeds fallaba estrepitosamente al querer plantear cada año una nueva localización y nuevos secundarios, Orange triunfa en su acomodamiento.
El año pasado nos mostraron cómo habían acabado ahí. Algunas de manera un tanto sobrevenida; otras, con todos los honores. En este tercer curso, recién estrenado en Netflix, entendemos un poco más por qué son como son. No es una justificación, pero sí se enseña el contexto, el antes, su vida fuera de los barrotes. Y hay tantas aristas en cada una de ellas, que no hace falta centrarse en los pesos pesados como Red, Crazy Eyes o Morello. Poner el foco en las secundarias de las secundarias funciona igual de bien.
Mientras en los 26 capítulos anteriores Piper llevaba la voz cantante y sus cuitas dominaban las del resto de la prisión, este año ha sido una más, casi en todo el sentido de la expresión. Los injustos odios que ha suscitado el protagonismo de Chapman en el pasado han podido tener este resultado. Y no lo merece, porque por bien que nos caigan o por la solidaridad que puedan despertar en nosotros, ninguna de las reclusas es una heroína, salvo en ocasiones particulares.
Y, sin embargo, la serie no se resiente de haberla convertido en una gran ficción coral. Ahora es una Modern Family carcelaria, en vez de Piper y las 17. Y la producción sale fortalecida de este juego de vidas detenidas que se cruzan en el comedor o en la sala de televisión. Esta tercera tanda de trece episodios se pasa en un santiamén, a pesar de que pasar, pasan muchas cosas. Sin necesidad de una acción desenfrenada, de forma más relajada, pero con muchas historias y con Historia de esas historias. Las de un grupo de mujeres destronadas, algunas desde la cuna, y que se asemejan a las de Juego de Tronos en que algunas han sufrido desgracias familiares, otras sueltan fuego por la boca y muchas, la mayoría, acaban quemadas. La que sufre y la que hace el daño. La que de pronto sorprende con un arranque de bondad y la que monta una gorda sin comerlo ni beberlo. En sus venganzas y en sus pequeños triunfos.
La tercera temporada demuestra, en todo caso, que el naranja sigue siendo tendencia. Pero ya no es el nuevo negro. Es el negro conocido… y deseado. Y este año, un poco más blanco. Tiene Orange Is The New Black eso que la hace memorable, que la convierte en un icono, que apetece ver, más allá de que avancen o no las tramas, de quien esté en pantalla en cada momento. Siendo sinceros, hay un puñado de series mucho mejores. Pero no son OITNB. Y eso es lo que la sigue haciendo tan especial. Habrá que poner una de las velas con las que se ha promocionado este año para que siga así.
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